Podría decirse que toda técnica es epocal, lleva en la frente escrito el nombre de su tiempo. Pero sería más exacto pensarlo al contrario: que es la técnica la que hace a su época, la que la escribe. La época de los trenes que cruzan Europa, la de la pólvora, la del comediscos, la del sextante, la del teléfono portátil –como en otros tiempos se dijo la Edad del Hierro o la del Bronce–. Son los hallazgos técnicos los que escriben las líneas del tiempo que recorre la historia de la humanidad.
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Me gusta pensar la técnica como un lenguaje, como el lenguaje que hablan entre sí los artefactos. Un abridor mordiendo milimétricamente la chapa de una botella de Coca-Cola, el dibujo de una rueda frenada con ABS aferrándose implacable a un nuevo tipo de asfalto desarrollado para las autopistas de alta velocidad, la curva de una microantena que recoge las invisibles ondas que pueblan el aire infinitamente cruzado de una ciudad moderna… Hay como un juego de concavidades y convexidades constante –estrictamente sexual, desde luego– en el que todos los objetos se arrojan mutualidad. Esa mutualidad del mundo de los artificios, pensada época a época, instante a instante, se llama técnica.
El pensamiento más intolerable en relación con la “cuestión de la técnica”: imaginarla neutral. Es preciso saberla culpable, juzgarla siempre con implacabilidad. Ella nos trae el mundo que tenemos.
La pregunta es: ¿está en nuestras manos decidir la forma y la estructura que deba adoptar la determinación técnica? Es esto lo que quienes la proclaman neutral pretenden hacernos creer: que la responsabilidad por lo que hagamos que la técnica nos dé como destino estaría en nosotros y no en su propia dinamicidad. Esto es un engaño: encubre que nosotros mismos, y aun nuestra capacidad de conocer y de querer, somos el resultado de la propia eficacia de la técnica –el yo como producto de una cierta ingeniería de la consciencia–.
[…] La construcción lingüística del mundo de los artefactos, la ley que rige el sistema de los objetos, ¿cómo podría no proyectarse y determinar implacablemente la esfera de la consciencia?
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Somos libres de configurar el mundo y técnica es el nombre de aquello que nos permite –y nos destina a– efectuar la forma que queramos decidir. Pero suponer que disponemos del tiempo abstracto que nos permitiría por un momento habitar otro espacio que el de la propia técnica […] es un pensamiento demasiado piadoso, demasiado complaciente y consolador. En esta cuestión, empeñarse en dibujar el horizonte de un happy end resulta, siempre, demasiado insoportablemente “moralista”.
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La ambivalencia del hallazgo técnico, determinando simultáneamente siempre una posibilidad emancipatoria y otra despotizadora, es irrevocable. Y, cuidado, eso está bien lejos de presuponerle algún carácter neutral. La neutralidad estaría en un punto medio, ambiguo. Donde se sitúa el carácter ambivalente de la técnica es justo en el punto extremo, allí donde las dos posibilidades se aseguran a la vez –esperanzadora y terriblemente–.
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Me gusta pensar la técnica como un lenguaje, como el lenguaje que hablan entre sí los artefactos. Un abridor mordiendo milimétricamente la chapa de una botella de Coca-Cola, el dibujo de una rueda frenada con ABS aferrándose implacable a un nuevo tipo de asfalto desarrollado para las autopistas de alta velocidad, la curva de una microantena que recoge las invisibles ondas que pueblan el aire infinitamente cruzado de una ciudad moderna… Hay como un juego de concavidades y convexidades constante –estrictamente sexual, desde luego– en el que todos los objetos se arrojan mutualidad. Esa mutualidad del mundo de los artificios, pensada época a época, instante a instante, se llama técnica.
El pensamiento más intolerable en relación con la “cuestión de la técnica”: imaginarla neutral. Es preciso saberla culpable, juzgarla siempre con implacabilidad. Ella nos trae el mundo que tenemos.
La pregunta es: ¿está en nuestras manos decidir la forma y la estructura que deba adoptar la determinación técnica? Es esto lo que quienes la proclaman neutral pretenden hacernos creer: que la responsabilidad por lo que hagamos que la técnica nos dé como destino estaría en nosotros y no en su propia dinamicidad. Esto es un engaño: encubre que nosotros mismos, y aun nuestra capacidad de conocer y de querer, somos el resultado de la propia eficacia de la técnica –el yo como producto de una cierta ingeniería de la consciencia–.
[…] La construcción lingüística del mundo de los artefactos, la ley que rige el sistema de los objetos, ¿cómo podría no proyectarse y determinar implacablemente la esfera de la consciencia?
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Somos libres de configurar el mundo y técnica es el nombre de aquello que nos permite –y nos destina a– efectuar la forma que queramos decidir. Pero suponer que disponemos del tiempo abstracto que nos permitiría por un momento habitar otro espacio que el de la propia técnica […] es un pensamiento demasiado piadoso, demasiado complaciente y consolador. En esta cuestión, empeñarse en dibujar el horizonte de un happy end resulta, siempre, demasiado insoportablemente “moralista”.
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La ambivalencia del hallazgo técnico, determinando simultáneamente siempre una posibilidad emancipatoria y otra despotizadora, es irrevocable. Y, cuidado, eso está bien lejos de presuponerle algún carácter neutral. La neutralidad estaría en un punto medio, ambiguo. Donde se sitúa el carácter ambivalente de la técnica es justo en el punto extremo, allí donde las dos posibilidades se aseguran a la vez –esperanzadora y terriblemente–.
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José Luis Brea, “Algunos pensamientos sueltos acerca de arte y técnica”, publicado en el sitio Aleph.
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